martes, 22 de mayo de 2012

El último Elvis


   Un último viernes con unos amigos, retomamos la costumbre de ir al cine en el arranque del fin de semana. Digo retomamos, porque hacía mucho que habíamos dejado de hacerlo y digo un último viernes, porque no sé cuando terminaré publicando esto y pegaba con el título.
  Los motivos de la abstinencia eran varios, bastante correría en la semana invitaba apenas a un encuentro gastronómico y también, la poca sorpresa que nos propone el cine en los últimos tiempos dejaba poca voluntad para meterse en una sala. Por mi parte, soy de los que protestan cuando alguien habla o come en el cine o cuando, lo que aparece en la pantalla, no es más que el producto reiterado de una máquina de fabricar salchichas.
  Voy a hablar de cine tan sólo como excusa, no tengo autoridad, conocimiento ni conciencia para realizar una crítica, pero nada me desautoriza a hablar de lo que ví esa noche.
  Se trata de una película argentina, dirigida por un tal Armando Bó y producida por el Delfín superagente, padre de la criatura directora entre otros productores y méritos.
  Estos Armando y Víctor, llevan en la sangre, el amor y el coraje con que el abuelo y padre, salió a desafiar a su mundo pacato con toda la desfachatez y el valor que hace falta, para una misión tan difícil como la que se propuso. La obra de Don Armando Bó, el abuelo fallecido, es considerada hoy de culto kitch y otros honores injustamente tardíos. Contaba eso sí, con una actriz fetiche, la muy famosa Coca Sarli, que sabía solucionar con solvencia llamativa, en épocas recatadas en que siliconas no había, lo que hubiera que resolver. Lo que estaba en la pantalla, era todo de ella y lo demás, que era talento y riesgo, sobraba. Faltaba Strasberg, pero abundaba calentura.
  El último Elvis me pareció tan valiosa, que alguno de mis amigos que no la consideró tan buena, admitió que valía la pena, tan sólo por bendecir al cielo, que por fin una me había gustado.
  Pero no estoy aquí para agradecer a quienes me aguantan con tanto cariño, me encargo personalmente de hacerlo, como ellos a mí por soportarlos. Eso no es más que amor.
  Vayamos al film.
   Carlos es un hombre que un día se transformó en el Rey. Quiero decir que, en algún momento de su vida, decidió ser Elvis. A diferencia del verdadero, nuestro Elvis es pobre, trabaja en una metalúrgica para vivir, pero su pasión, es imitar a Presley y lo hace muy bien. Actúa en shows de fiestas sociales mediocres y clubes de barrio. Tiene una voz espléndida, menos potente que la del grande original, pero posee un calor que hace vibrar las fibras más finas del alma. Toca el piano y la guitarra con gusto y calidad, pero tanto talento, apenas sirve para rozar esos encuentros de tercera categoría, mal pagos, y sometido a una organización burocrática y atroz, que paga mal, tarde y de yapa, maltrata a aquellos que hacen del arte, su lugar en el mundo del como pueden en la vida.
   Nuestro Elvis entonces es un loser que transita por el suburbio surero bonaerense, en un desvencijado Ford Fairlane LTD, que le hace sonar la música a su V8 por los Siete Puentes de Lanús y que tiene una mujer y una hija con las que no convive. A la mujer la llama Priscilia y a la hija Lisa María, que es el nombre con la que los padres la anotaron. Carlos es Elvis, tanto lo es, que la vida de Carlos, es la vida de Elvis.
  Y aquí tenemos el milagro del film. Salimos del cine sabiendo que no hemos visto otra cosa que la vida del buen Elvis. Las salvedades, son el juego que este nuevo Armando nos regala.
  Como en toda obra grande, hay mucha tela para cortar y depende de la locura del que agarra la tijera. Sabemos que no es exclusivo mérito de la obra de lo que de ella se saca, por ese motivo yo, que de sastre tengo poco, es posible que no le saque todo el partido que se merece. Mejor, así habrá lugar para que otro siga con la posta.
  Carlos vive una vida aparentemente sórdida. Está casi todo el tiempo sólo, la mujer lo desprecia, la hija apenas si logra atravesar la barrera de su ostracismo, no tiene intimidad con otros. Es respetado donde se lo encuentre y todos lo llaman por su nombre que por supuesto, no es otro que el de Elvis. Salvo la mujer, que no lo tolera y maldice cada vez que puede el día en que lo conoció.
  En lo personal, soy de los que han escuchado a Presley y lo escucho hoy. Me gusta su música  y me he dedicado a curiosear sobre su vida, como la de otros que me llamaron la atención. A medida que pasaba el film, tenía cada vez más la certeza de que la vida de nuestro Elvis en el Cono Sur, es idéntica a la de aquel hombre que cambió la música popular para siempre. Y no es porque se lo hayan propuesto, es lo que les tocó y lo que los dos supieron desde siempre. Me atrevo a sugerir, que los espacios donde Presley vivía, en lo íntimo de su vida cotidiana y de su alma, no eran muy diferentes a aquellos en que nuestro Elvis transita por el film. La sordidez está por dentro. Tal como ocurre con el nuestro, la vida para Elvis Presley, sólo tenía sentido, cuando cantaba arriba del escenario.
  Supongo que no es muy original para quien es ovacionado por miles o por millones. Lo llamativo por decir algo, es que el de los Siete Puentes, apenas es aplaudido por un par de centenas.
  Lo sabroso es, que nuestro Elvis está conforme con lo que le toca. Él sabe que tiene un don y que eso no es sencillo de llevar. Se lo declara a su hija en algún momento. Sabe que es un elegido y que siempre estará vigente, como debía ocurrir con aquel que murió hace tanto.
  La película avanza con la picardía suficiente para que nos metamos en la aventura de sospechar, que la fantasía y la realidad, son territorios confusos, que la locura y la cordura, cargan con una zona gris donde pocos se atreven.
  El argumento es valioso y no lo voy a relatar, no tiene sentido que lo haga para el que ya la vió y menos para el que todavía merece hacerlo, pero voy a citar algunos detalles para el cierre.
  Salvo en contadas situaciones, las locaciones son sombrías, tanto en la vida cotidiana de Elvis, como en los shows. Sin embargo, hasta en el cementerio de heladeras contiguo al lugar donde trabaja nuestro héroe, las escenas no son opresivas, él está siempre en su lugar, aún con la cólera que le produce lo sorpresivo. Pasa por la vida con una sola certeza y es, que él es el elegido. Esa es su locura. Está presente también, la locura del verdadero Elvis en un trasfondo, la de la mujer del de acá y la de muchos otros, esos que viven las vidas de Freddie Mercury, la de Charly García o la de John Lennon y que como él, los significan y los aceptan.
  Esto nos dice que hay un mundo que entiende que la realidad es otra, esa que nosotros suponemos es para ellos de otra dimensión, como lo es, la de nuestro protagonista para nosotros. Hay una diferencia, él sabe que está en un mundo absurdo que no juzga y sabe además, que es el elegido. La diferencia no es sutil. Él no juzga y éste es el objeto de éste artículo, lo que viene después, es de yapa.
 Ellos son otros, son distintos y son raros. Están un poco locos y algo de lo que nos muestran, suele ser peligroso también. Nuestro héroe está atrapado en su locura, nuestro héroe es también un hombre libre.
  La libertad y la prisión participan de zonas figuradas, tan abiertas y tan oscuras, como la realidad y la fantasía.
  Y tiene un precio.
  Entre el Cadillac que manejaba el Rey y el Fairlane que maneja el nuestro, entre los Siete Puentes donde pasa el Fairlane y aquel que cubre la bahía de Oakland del Graduado con que juega el film, hay espacios difíciles de medir.
¿Realidad y fantasía es el debate?
   Sigamos con el cine:  ¿Se acuerdan de Matrix?
  Ya que cargaron con la molestia de llegar hasta acá, les propongo hacer clic y disfrutar de estos regalos. Ojo, hay que ver los dos, si no, es trampa.



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